Güila” y el “Cholo” (ficción, pero no tanto)

23 octubre, 2021

Güila” y el “Cholo” (ficción, pero no tanto)

Hacia las décadas del 40 y 50, muchas poblaciones del interior bonaerense mostraban una tendencia a transformarse de pueblos a incipientes ciudades. Sin embargo, la ruralidad era de una influencia muy fuerte sobre el quehacer ciudadano.


Usos y costumbres del campo se aplicaban en los pueblos a través de límites difusos. Es que los arrabales comenzaban también a ser ciudad.
Y desde allí procedían personajes que no necesariamente eran marginales pero que generaban no pocos comentarios en los pobladores. Arquetipos de un tiempo de transición que por muchos años permanecieron en la memoria colectiva.
Uno de esos personajes fue Güila y de su existencia han dado cuenta algunos memoriosos. Un paisano petiso, regordete al que una mujer dijo que llamaban Benceslado. Bien pudo ser Wenceslao y siguiendo el mismo razonamiento su apellido pudo ser Wila.


Todo esto es secundario. Lo realmente importante es que Güila quedó registrado en la memoria popular. De la misma manera que “El corralero” lo fue en San Cayetano, por ejemplo.

¿Y por qué?

No se sabe bien si era un mentiroso consuetudinario o simplemente un exagerado. De todas maneras su calificación popular fue “bolacero”.
Sus relatos transitaban por el filo delgado de lo creíble o no. Pero no había dudas que concitaba la atención de los parroquianos de no pocos boliches y piringundines de la época. Simultáneamente estimulaba a los oyentes para que el cuento pudiera continuar, se lo invitara con una vuelta de caña. Y una más. Y quizás otra.
Pero uno de sus cuentos tuvo un contenido premonitorio. Partiendo de un suceso pasado pareció adivinar lo que décadas después, el 28 de abril de 1968, se transformaría en una tragedia signada por el fuego.
Hablar de “baño” en el rancherío era una exageración para referirse a las letrinas de entonces. Hablar de “papel higiénico” era un lujo cuando se usaba papel de diarios que se recortaban y se colgaban de un gancho al alcance del necesitado.
Resulta que Güila meditaba sentado en el cajón de madera que hacía de inodoro y aprovechó el tiempo para leer un trozo de diario que extrañamente había sobrevivido, seguramente en el fondo de algún baúl durante más de 20 años. Diario que ahora tendría utilidad pero también un triste destino.
Y allí se encontró con la noticia del 18 de febrero de 1923 que hablaba que el vecino al que todos conocían como “Cholo” pero su nombre era Segundo Taraborelli, había sido chocado por un automóvil cuando circulaba con su sulki por Saavedra y Betolaza. El accidente había ocurrido el día anterior.
El auto marca Case (foto), era conducido por Juan Errasti, de 24 años, que era acompañado por otras tres personas, Fidel Izaguirre, Francisco Malaccorto y Daniel y Patricio Girón.
El incidente vial, sin consecuencias personales como no fueran contusiones leves en “Cholo”, alentó la imaginación del relator.
Según él dijo haberse enterado, don Segundo era un aficionado a la velocidad y tenía habilidades para lograrlo. El sulky estaba preparado y era de tipo “araña”. Muy liviano y con ruedas como de bicicleta. El caballo era un zaino mentado por su trote. Lo había llamado “Torino” como si supiera que la industria argentina produciría un automóvil con ese nombre (foto).
Potenciando su imaginación y para que el cuento fuera más creíble, dijo que el caballo era, además, zarco del lado del lazo.
Ese día, dijo Güila, don Segundo había pasado por la estación de servicio de Llamosas, en Rivadavia y Dorrego, y comprado kerosene para el calentador Primus que usaba para cocinar. Lo llevaba en una damajuana de 10 litros. Antes había estado en el almacén de Coletti, en Reconquista y Balcarce, pero estaba cerrado vaya a saber por qué razón ya que eran las 18,15 horas.
Volvía a su casa al trote acompasado del zaino, cuando se produjo el choque. La damajuana cayó y al romperse liberó el combustible que rápidamente tomó fuego por una chispa desprendida de la herradura del zaino al raspar con los adoquines de la calle.
Allí, se detuvo el relato. Hubo un largo silencio mientras el auditorio cruzaba miradas de todo tipo. Hasta que el más advertido dijo en voz alta: “sirva una vuelta más de caña, que yo invito. ¡¡¡¡Y que sea Sello Verde!!!!”.
Había quedado flotando en el aire la posibilidad de una tragedia. Don Segundo, el zaino, y hasta el conductor del auto y sus acompañantes, pudieron perecer quemados.
Nada de eso ocurrió. Raudamente llegó la autobomba de los bomberos, primera de ese cuerpo y que la llamaban “Sapito”, que a velocidad de competición era conducida por Floreal Garza, y las llamas fueron extinguidas. Los daños fueron menores aunque Don Segundo debió retornar para reponer el combustible derramado.
Nadie lo tomó en serio. Nadie cuestionó que en 1923 no había cuerpo de bomberos, que los comercios mencionados probablemente no existían o que quizás en el lugar del choque no hubiera adoquines.
Después de todo era Güila.
No satisfecho por el final relatado Güila hizo uso de algo extraño como para potenciar el misterio del relato: les anunció a los presentes que muchos años después se produciría un accidente cuya víctima tendría el mismo nombre y apellido de Don Segundo, y hasta el mismo apodo, pero con otro resultado.

¿Sería una premonición?

El cuento precedente participó, ajustado al reglamento establecido, en el concurso convocado por el Museo Municipal en base a expedientes correccionales del Juzgado de Paz (foto). En este caso se añadieron datos reales que acompañan a la ficción. El Juez de Paz era en 1923 el señor Francisco L. Suárez y el comisario de policía Andrés Cárcano. El cuento original fue titulado ¿Premonición?, y NO resultó seleccionado entre los 10 mejores. Güila realmente existió y según expertos en automovilismo don Segundo era familiar del recordado “Cholo”. Acompaña foto de modelo CASE 1923. En la columna del 30 de enero pasado hice referencia a Güila y mencionaba que hacia 1927 había un campo de Maximiliano Guila (sin diéresis). Es solo un dato que abono con la reproducción correspondiente.

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Por Omar Eduardo Alonso
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