López, “el libertario”- Escribe: Omar Eduardo Alonso

21 enero, 2023

López, “el libertario”- Escribe: Omar Eduardo Alonso

Si bien tengo pendientes varios textos por mí elaborados, como los que se publican aquí semanalmente, en esta ocasión quise compartir con los lectores un trabajo ajeno, que me hizo llegar Adolfo Gorosito y cuyo autor firma al pie.
Su contenido me transportó a mi adolescencia y juventud, donde siempre había un caballo presente con un padre amante de los mismos, los que por mucho tiempo pusieron lo suyo para el sostenimiento familiar.

Pero sobre todo me hizo revivir aquella fabulosa convivencia con la “Pinta”, una yegüita mestiza que había sido maltratada y mal cuidada desde potranca.
Más que mansa. Yo hacía pruebas diversas para poder montarla pues nunca lo logré de un salto. Lo hacía en pelo y sin apero alguno. Dócil al punto de moverse con las indicaciones de las manos.

Recuerdo que abriendo una tranquera en el establecimiento El Destino, fue atacada por tábanos generando un nerviosismo especial. A pesar de ello pude estribar y montar.
Con absoluta confianza podía uno recorrer su cuerpo, pasar por debajo de la barriga, acariciar sus patas, etc. Tenía genética mestiza y si bien su tamaño no era de fuste, trabajaba con la hacienda de manera excelente, y era muy rápida.

Mi padre trabajó con ella. Como mensual en el campo y hasta como resero, cuando las circunstancias y las necesidades lo requerían. Anexo una foto de mi padre y reproducción de la libreta habilitante.
Ya mi abuelo, don Sixto Reynoso había sido resero, lo que quedó documentado con el registro oficial que también reproduzco, del año 1928.
Las necesidades familiares acuciantes, obligaron en determinado momento a vender a “Pinta”.

Desconozco su destino. Mi padre, para consolarme, me dijo que iba para un campo en la zona de San Mayol y que estaría muy bien. Espero que así haya sido. Se lo merecía por su nobleza.
Son vivencias personales que atesoro y este texto ha disparado esos recuerdos.
Lo reproduzco textual: “Mi caballo y yo mantenemos una relación frontal y sincera. Jamás lo apuro con “chirlos”, prefiero estimular su confianza y a la vez, confiar en él, que ya me ha dado muchas muestras de cariño.

Para experimentar en ese terreno, una vez dejé que López, así se llama él, me mordiera la mano. Otras veces había intentado llevársela a la boca pero, por temor a que me lastimara, nunca se lo permití. Sin embargo, yo sabía que si él hacía tal cosa, no sería con la intención de hacerme daño, sino porque en definitiva es un animal, tal vez incapaz de controlar su inmensa fuerza. Pero en esa oportunidad, enfrenté la situación lo mejor que pude, para que él intentara explorar a su antojo.

Lo saludé, como todos los días, le acerqué la cara y él me olfateó familiarmente. Después lo acaricié, y entonces hurgó con el labio, como si mis dedos fueran un manojo de pasto tierno. Vi con temor cómo desaparecían en el interior de su boca caliente y húmeda, rogando para mis adentros que no los mordiera. Consciente de mi fragilidad, apretó muy levemente; y cuando retiré la mano, resolló por la nariz mostrando su dentadura completa.

El éxito de la prueba me llevó a buscar nuevos caminos. Para terminar de convencerme de que mi caballo me quería de verdad, hice que apoyara una mano sobre uno de mis pies. La conquista fue rotunda. Al principio se quedó mirándome, con los ojos ensopados, mientras sus orejas se movían en todas direcciones, posiblemente, tratando de percibir algo que le ayudara a aclarar la idea; pero a pesar de su perplejidad, no me pisó.
La segunda vez que lo intentamos no tuvo ninguna duda; parecía comprender exactamente cuál era su papel en aquel extraño rito que nos aproximaba. Y fue mejorando su participación de manera asombrosa; tanto que ahora, hasta levanta la mano, con lo que hemos ganado mucho en cuanto a la estética de tal representación. Es evidente que somos amigos, y desde que lo sabemos, guardamos mutuo respeto. Uno acepta las decisiones del otro, y ese es el trato.

Como sé de mis ventajas de un ser racional, atiendo pacientemente a sus caprichos de bestia. Y como él conoce mis debilidades por ser sólo lo que soy, me impresiona con sus locuras y me regala un poco de aquel instinto que yo ya he perdido hace tiempo y para siempre.
Él es tan salvaje e inmaduro que a la menor señal de peligro se espanta: el ladrido de los perros, el precipitado vuelo de una paloma o el paso de un vehículo cualquiera, pueden hacer que se pare de manos cuando lo llevo a pastar, aunque estemos muy cerca el uno del otro, con el peligro que implica el menor roce de uno de sus cascos.

En su dicha por abandonar el corral, y para desentumecer sus largas patas, suele dar coces junto a mí, dejándome lívido y sin aliento. Entonces me pregunto: “¿Este animal sabrá lo que hace?”. Porque sus vasos pasan por encima de mi hombro como pedradas. En cambio, cuando lo monto en pelo y corremos por los médanos más puros, advierto que pone muchísimo más cuidado. Espera a que le dé toda rienda para, recién entonces, regalarme su furia hasta el agotamiento.

No hay un modo más irresponsable de andar a caballo, lo sé. Tal vez yo haga mal en no corregir sus vicios; es que ese capricho de libertad, tan natural en él, está implícito en el orden de mi mente, y no quiero, ni siento, que deba remediarlo.
Enquistados en el mundo irreparable de la bala y el revés, lo nuestro es amistad perdurable, esa difícil de lograr. Por la playa vamos desnudando ejércitos, vaciándole los bolsillos a la corrupción, en una canción que sabemos los dos sabemos que no ha muerto. Y si acaso, una caricia suya me volara la cabeza, habrá sido en pos de mis más férreas convicciones.

Texto de Alfredo Parra. Diario Perfil, diciembre 2022.

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